Thursday, April 27, 2006

Sobre dioses y seres monstruosos
Del mito a la teratología I



En la antigüedad, la palabra monstruo no era sinónimo de fealdad o de alteración estética de los cuerpos. La monstruosidad iba más allá del propio entendimiento humano. No era fealdad, sino soberbia: hermosura en su más elevado nivel. No existía el concepto de fealdad ni de belleza; sólo se conocía de simetría y equilibrio. El monstruo superaba las expectativas y parámetros definidos en el momento de la Creación. Producía sus propias leyes y actuaba según su propia voluntad, exento de ataduras racionales o sentimientos de culpa. Su figura era la clara y sublime manifestación del inconmensurable poder de la naturaleza cuando deja volar su Inteligencia hacia el Espacio insondable. Quizá por esta razón, unicornios, dragones, pinoccios, vampiros y seres arquetípicos (permeables según los factores Tiempo), en general, gozaban del respeto y de la admiración de los hombres comunes.
Criaturas maravillosas aparecieron en el imaginario colectivo, haciéndonos recordar la omnipotencia misericordiosa de nuestro Creador.
Mitologización de las fuerzas naturales. La humanidad en sus orígenes necesitó definir las fuerzas naturales, poner nombres a los elementos de la naturaleza para reconocerlos y, de algun mágico modo, controlarlos. Existieron muchas formas: representación grafíca, simbolización, experimentación, exploración e investigación o, de lo contrario, gratificación de esas Fuerzas para que 'trabajen' en favor de uno. Nunca se les negaba o destruía. Para lo cual, instituyeron rituales y ofertorios en el marco de lo que en occidente se conoce como Magia y Teurgia. Evidencia de esta particular y muy antigua forma de abordar lo desconocido para 'transformarlo en luz' (someterlo) se halla en los testimonios de las proto culturas europeas, africanas, asiáticas y mesoamericanas. Observando detenidamente, la tendencia a deformar o bestializar el rostro de las deidades es una constante en todas esas culturas: rostros felínicos con dientes de sable, de aspecto grotesco y malévolo, muy similares entre sí. Los chinos, por ejemplo, poseían dragones o seres híbridos con rostros atroces: eran dioses tan iluminados como los Amarus -o Serpientes aladas- de los aztecas, mayas y pre-incas. Los antiguos griegos y etruscos muestraron en sus vasijas y orfebrería a rostros humanos (semi humanos o semi divinos) deformados, con aspecto amenazante y avieso, muestra del fervoroso respeto que tenían por las criaturas ajenas, de otra naturaleza. La línea estética de estos últimos, por comparar, se asemeja a la de los señores de la tribu Chavín de Huántar: vemos que existe una evidente línea estética entre ambos. Otro: Zeus, el dios del Olimpo, de los espacios etéreos, se asemeja en su concepto al Apu Wiracocha de los valles interandinos: una divinidad también de espacios etéreos, sin cuerpo definido, que solía corporizabar en bestias masculinas para procrear u obtener alguna gratificación física. Quizá encontremos aquí la puerta de un evidente sincretismo cultural de tiempos remotos, del que no tenemos evidencia concreta, a excepción de algunos indicios, puesto que acaeció hace muchísimo tiempo.

Aquellas entidades 'protegían' durante la noche, orientaban nuestros actos y 'favorecían' la productividad a cambio de ofertorios - sean humanos, animales o vegetales- en el marco de sofisticados rituales. Aquellas entidades 'hablaban' a través de sus vicarios, y eran ellos quienes comunicaban las buenas nuevas o la fatalidad. Esto les daba poder, estatus y, en consecuencia, respeto o temor. Durante la edad media, esta tendencia produjo un magnífico círculo cromático de seres extraordinarios a quienes debíamos atención. Aquellos eran la respuesta asertiva de los intelectuales dela época en contra de ciertas convenciones (véase la obra de Jerónimo Bosco o los teratos descritos por el Dante en La Divina Comedia) : respondían a la necesidad de ruptura con lo ortodoxo. Y, además, establecer mecanismos de control moral sobre el imaginario colectivo. Generaron todo un hábitat ideal donde, hasta el día de hoy, discurren esas criaturas ¿o artificios?

Los monstruos alcanzaron la categoría de dioses y, posteriormente a causa de sus extraordinarias cualidades y a la propiedad germinativa del tiempo, fueron elevados a la Cúpula de las Leyendas y Mitos, iniciándose así costumbres, rituales y doctrinas. Aseguran nuestra prosperidad o vagan en la oscuridad, condenándose a la incomprensión del Cielo, excluidos del derecho a reintegrarse al seno de las Inteligencias Angelicales. Pero veamos porqué.

Sus formas, enteramente alegóricas, pueden deformarse por voluntad de los Períodos evolutivos. Se mantendrán fieles a las modas y prejuicios de las épocas, sujetos a los cambios anímicos y filosóficos del hombre. Sus imágenes sensibles, en la Historia, serán trastocadas o refinadas según los intereses sociales. Y es aquí que asumirán su papel con eficiencia: ser el reflejo de nuestra Identidad, explicar los fenómenos de la Naturaleza o regentar el espacio de nuestro Imaginario. Algunos devendrán como consecuencia de la tendencia sectaria de las interpretaciones no sólo de los Hechos, sino también de los Textos o Testimonios del paso de los tiempos. Aún así, el Arquetipo, libre de las figuraciones externas, sobrevivirá a doctrinas y masacres, en el inconsciente, inexorable ante el curso del Tiempo y a la influencia de nuestras actitudes o intereses, particulares.

Aquellos -héroes, demonios o santos-, se transmutarán en criaturas inicuas -o inocuas, según sea el caso- cada período de tiempo. Un ejemplo: el mito del vampiro, convertido ahora en el romántico por excelencia. Podemos citar también al creador de Pinoccio, Gepetto, quien a través de las Eras y las mitologías puede trocarse en un Víctor Frankenstein o en el Moderno Prometeo, creador de abominables máquinas destructoras, posibles responsables del final cataclísmico de nuestra Era.

Todo vuelve a ser creado cada vez que verbalizamos o simbolizamos (hay determinadas acciones que contribuyen en ello), o tratamos de aplacar, agradar y no enfurecer a los dioses. Como generalmente sucede. Lo que incide en este error es siempre el temor a equivocarse, a procrear nuevos mundos donde el error es Principio. Y digo temor, no error en sí, que son cosas totalmente diferentes. El error suele ser una forma inconsciente o consciente de especulación, que puede tener inmersa una verdad. La especulación suele inducir al error, es cierto. Pero observemos en este caso que el error es una manifestación del conciente humano cuando éste fracasa en su pretensión de alcanzar una determinada verdad a través de la razón. Por tanto, es totalmente lícito equivocarse. Y la sensación de repetir, de errar en un círculo vicioso (en cuanto a ser humano escrutador de la verdad), cesa y hace que todo se discipe en el origen, dando a luz la prístina identidad del Ser, pureza, libertad.

El monstruo está aquí para vigilar que esto ocurra. El hombre y su sociedad le ha otorgado esa función, y el tiempo los cubre con sofisticadas e insólitas vestiduras, figuraciones externas.

En sus diversas e ilusorias formas, el condenado hijo del hombre, el Mito, corporiza en el Lucero de los amaneceres: Mercurio. O en la estrella de la noche, Venus. En el Buda resplandeciente ascendido. O en el Maestro de las culturas precolombinas, el Amaru. En el Apolo, soberbio sol vencido por Ares. O, por qué no decir, Abel, un hermano bueno y complaciente, y por ello objeto de envidia y de odio, muerto a manos de su prójimo: Mikail, el príncipe Campeador que lo condenaría por orden de su Padre IEVE.

Quizá por eso, mucho tiempo después del crimen de Caín, Lennon moriría en manos de Chapman, su hermano, completándose así el círculo de lo trágico: Prometeo condenado a padecer eternamente la gula de los dioses, sólo hasta que la natividad de Cristo lo liberase.

Si nuestro deseo es comprender mejor la Dimensión humana –o inhumana- de los arquetipos, dejemos de lado trivialidades, dado que, sólo despojándonos de aquello que no es útil para nuestro progreso como especie, favoreceríamos la expansión del espacio sensible que sugieren estas escrituras. Explicar que existe belleza en la deformidad.
Océano causal del amor


Mi Señor, tantas noches te esperé sedienta de tus brazos, tantos albas llegaron, y tú nunca. Hemos andado errantes mucho tiempo, sin rosa ni báculo, sintiéndonos extraños en nuestro propio mundo. Día tras día, el rumor de tu comunidad al despertar, y su silencio al anochecer, acunaron en mi corazón la aflicción de sentirme sola, en el mar de tu ausencia. Tantas noches soñé con abrazarte y decirte tanto, tanto. Quise hacer llevadero este océano, pero las noches fueron siempre de sal y gemidos. Soñé con alcanzar el viento, con respirar tu aliento entre mis sábanas. Te esperé noches enteras con los ojos llenos de arena; pobre alma la mía, con vocación de espera.

Una brisa proveniente de occidente, dulcemente, interpretaba alguna melodía. Moisés permaneció pensativo un momento con la mirada sobre Zípora y luego miró hacia el arcano azul del Cielo con evidente desasosiego. El viento, lentamente, arreció elevando nubes de arena sobre las dunas. Una lágrima contenida le traicionó, dejando entrever su profunda desazón.

…Zípora, corazón, parte esencial de mi ser, es tanto el desconcierto y tan poco el tiempo que nos resta... todo desacierto podría multiplicarse y quedar inútilmente y para siempre impreso en las tábulas de nuestro próximo Amanecer, haciendo imposible el restablecimiento del Orden y sus principios fundamentales.

Zípora tomó con ambas manos el rostro de su esposo, que contemplaba un puñado de arena tomado del suelo y, mirándolo intensamente, se acercó para estrecharlo. En ese momento, los granos de arena se diseminaron en el vacío con la misma velocidad con que se acaba el tiempo para cada hombre.

…Zípora, amor, tengo el mensaje del crepúsculo grabado en mi memoria. Olvidaría todo sólo por dedicar mi tiempo a idolatrarte como es debido. Pero un rumor helado me cala los huesos, una nube de arena sepulta mi destino cada noche. Debo tratar de iluminar este umbral, llenarlo con la sabiduría de los principios y los propósitos de mi Era. Ayer, los sucesos fueron trazados en lápidas de pergamino, y el viento barrió con ellos las calles de la ciudad de mi Dios. Nada vivo quedará sobre la tierra; las olas no encontrarán playa donde morir, y las estrellas se apagarán. Tengo ya ciento veinte años y no se me ha permitido entrar a la tierra de la leche y la miel. ¿Qué puedo sentir, qué puedo pensar? Tengo miedo de la muerte, miedo de lo que no conozco plenamente, de aquello que no veré. Tengo miedo de la gloria, de envanecerme, de creer demasiado en mí; la vanidad, la certidumbre y el poder son mi castigo. Israel no debe confiar más en mí, ya no soy el mismo; soy peligroso para ellos, y ellos para mí. En mis últimos peregrinajes he sentido la soledad, el tenebroso vacío de la nada en mi corazón; tengo miedo de sentirme solo frente a mi ineluctable verdad, la fatalidad. No quiero seguir sintiendo este temor. Zípora, un príncipe me ha buscado para sucederle. Un agujero en mi alma espera ser ocupado por él... e Israel no puede hacer nada… mi tez palidece, mis labios, mis ojos. Mi ser se ha vuelto mortífero. Tengo miedo de matar, Zípora, ayúdame. A mis hijos les brindo la oportunidad de ser inmortales; y por ello, crueles. No sé si los condeno o libero como su más alto juez haciéndoles creer que son elegidos. Mi mente está cansada, cansada de tanto desorden, de tanto caos y dolor. Las noches, oscuras habitaciones de dolor e incertidumbre, guardan el secreto de mi aflicción, el incierto destino de mi pueblo, el orgullo de mi estirpe. Cuando concluya nada quedará de mi cuerpo; hubiera querido marchar a la muerte anulado y ligero... pero a poco regresaré para resolver los errores que sembré...

… Del pecado de matar he nacido yo... ¡Yo, Israel!

Zípora acarició el rostro de Moisés mientras él gesticulaba esquivo, mirando a la izquierda, a la derecha, arriba y abajo, a la izquierda de nuevo, sin poder descansar su mirada en un punto fijo.

No busques la verdad mi Amor, sólo la belleza. Sígueme, tengo preparado para ti un manjar de leche y de miel. Ellos sin duda no entienden tu aflicción. Descansa en mi seno, tu hogar. Nadie logra nunca comprender el desierto, la ausencia de Dios. Pero tú sí, y por ello eres único y maravilloso, mi Bienamado. Confía en mí, en tu Esposa. ¿Crees que ha sido fácil soportar a toda esta, tu gente, acampada siempre a tu lado consultándote inmisericorde de día y de noche para resolver los entuertos más absurdos? Si tan solo Israel fuera agradecido y amoroso como aquel pobre guepardo…

El viento y la arena agitaban sus vestiduras. Solos, en medio del desierto, unidos en un abrazo, comenzaron a reconocerse.

…Demasiados abismos, demasiado silencio para una ciudad que será arrasada apenas despunte el Gran Alba. Amor, hay cerraduras y llaves en el espacio, mucho silencio. ¿Piensas que no lo sé? He seguido tus pasos a través del desierto por años. Encuentro acertijos en el ojo de cada aguja, debajo de las mesas, en el descanso de nuestra casa... la lluvia descenderá hacia el Sol y tu voz se disolverá con ella en el río del tiempo, vacía, ininteligible. Pero una lámpara azul brilla en el Cielo esta noche. Mírala, vamos hacia ella; hay camellos paseándose por praderas oníricas... llévame al monte... el viento hará de la noche una Revelación.

Ella besó con ternura los labios de su esposo. Con los dedos, Moisés limpió las mejillas húmedas y arenosas de su esposa. Ella tocó sus labios y él los de ella. Una escena de belleza crepuscular, como las auroras, hijas del amor entre el día y la noche, que humedecen los trajes de la noche. Hace mucho no practicaban ese lenguaje, tan íntimo, hermoso y gratificante. Habían olvidado cómo amar, cómo trasmitir su luz del uno al otro. Y es que el amor, cuando se da entero, es capaz de transformar el mundo; purifica el corazón, cura las enfermedades y llena nuestro ser de la más grande alegría. Ellos recordaron ese Lenguaje al poco tiempo de haber recobrado la tranquilidad. Y la correspondencia fue perfecta.

Repentinamente, una cierta reminiscencia encendió una luz en los ojos de Moisés…

Zípora, el Shaddai ha preparado algo más para mí, debo ir a Nebo, siento… una fuerte y fascinante manifestación propagarse en el Océano Causal.

La faz de Moisés en ese instante reveló una iridiscencia fosforescente como de cesio radioactivo que le asemejaba a una lucerna. Zípora ya conocía cada fluctuación de ese brillo, como la palma de sus manos y las de él.

Juntos retornaron al campamento, verberantes de luz. Antes de ingresar, Moisés se cubrió la cabeza para no generar temor entre los israelitas. Acarició suavemente y como nunca antes a su esposa. Ella, por su parte, permaneció contemplándolo con devoción, sin decir palabra, entendiendo cada rayo de luz que se filtraba hacia ella como si leyese las órdenes de Dios sobre las Tábulas de piedra.