Tuesday, May 09, 2006


El encuentro del autor
con el vampiro



Nada más absurdo que las versiones cinematográficas del mito del vampiro. Existen versiones donde histriones como Bela Lugosi, Christopher Lee o Anthony Hopkins interpretan tan fielmente al mito que éste se regenera –una vez más- ante nuestros ojos, desde sus cenizas, gracias a su vehículo moderno: la prodigiosa máquina de mirar, el cinematógrafo.

Hemos visto resucitar al personaje innumerables veces. De ser una criatura de la noche, ha pasado a ser en nuestro tiempo una entidad totalmente solar - quiero decir, diurna -, un romántico memorable, condenado a la devastación de los espejos. Su error subyace bajo la blasfemia y, por ello, su condena es ser devorado por un animal arcaico, terato mezcla de reptil y ave, con cabeza leonina.

El mito del eterno retorno, para él, es una rutina, un ejercicio como el amor, cuatro o cinco siglos después de intensa práctica en un corazón inmortal. ¿Quién es en el fondo un vampiro? ¿El seductor, un animal?, ¿la hermosa criatura de piélagos atroces? o una perfecta metáfora sobre el comportamiento humano, un artificio de control o el narcótico que necesita el hombre para olvidarse de sí y regoderase en la contemplación de lo patético. ¿El vampiro es un ser humano?

The film was over. Toda summa del conocimiento debe ser matesis y no repetición –aseveró mientras bebíamos un café-. ¿Existen polaridades en el ser humano? No, sólo la unidad indivisible –respondió gentilmente-.

Ya era tarde, el crepúsculo es –dijo abstraído, irresoluto, levantándose de la mesa, mirando hacia la nada-. Debes liberar tu mente, descansar. Y al apagarse el Sol y también las luces del bar, vi su rostro –o su cadáver- encenderse.

Me quedé solo en mi silla por el lapso de varias eternidades. Al salir, las criaturas de la noche se sumaron al enigma, a nuestras peores pesadillas; el paisaje fue devastador, todo alrededor fue sometido. La gloria era suya. Y él -tan tacto, tan caída-, cruzó hacia el umbral, tras un agujero negro. Esa misma noche emparentó su corazón con la noche.

Te ofrezco todo lo que puedas desear –dijo antes de partir-… claro, todo menos el Amor –pensé-. Así desapareció, bajo el remoto y frágil rumor de sus corazones, en las calles de una ciudad decadente.
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(Continúa)
Mamapacha y el
macrauquenia



En la cadena montañosa de América del Sur, los Hijos del Sol, poseyeron no diez, sino tres leyes fundamentales que, si eran practicadas debidamente, garantizarían el orden político del estado. Su consigna era custodiar se ejercitase el orden incásico. Si por el contrario, el hombre se rebelaba contra esas leyes, ofendía a la divinidad, y por ello, era castigado.
Así, el juez surgió como sostén del equilibrio social. Antiguamente eran reyes, santos o semidioses quienes lo encarnaban. Ahora es el juez. El juez, si deseáramos, restituría el antiguo equilibrio. Deberíamos instruir jueces, ¿no? Ésta era la lógica, por ejemplo, de los regímenes incásico -en la investidura misma del Inca-, judáico -en la imagen de sus rabinos- y egipcio -en sus sacerdotes-, entre otros. El orden social debía fundarse sobre la experiencia de aquella casta poderosa. Analizamos y pronto descubrimos que ellos sólo podían existir bajos esas circunstancias. Hoy es una utopía: el hombre justo es un quedado o un monje franciscano. Si quisiéramos aplicar un orden efectivo tal como era entonces, deberíamos recurrir al milagro, apurar la intervención de Dios el día del Juicio final.
A pesar de figurar como utopía, la justicia tiene existencia. Eso sí, etérea, espiritual: arquetípica. Late en nuestros sagrados recintos, en nuestras querencias y anhelos máximos; pues la equidad, la igualdad, el querer que el mundo sea la perfecta posada del hombre, evidencia continuidad en el proceso de evolución, progreso en el desarrollo del ser humano. En realidad, la justicia no nos es ajena.
Veámosla como arquetipo; encarnó en diversas entidades de la motología de los pueblos antiguos a lo largo del tiempo, en diferentes culturas precursoras de la nuestra. La vemos, por ejemplo, encarnada en la diosa Atenea de los griegos -su principal benefactora-, en Minerva de Roma, en los huacos mochica, en el arte moderno. Su imagen está evolucionado, como fue desde siempre. En nuestro tiempo, luce con balanza y cegada, con un pañuelo obstruyendo su vista.
Ella es un conjunto de imágenes sensibles, labradas a partir de algoritmos lógicos, coherentes, diseñados, como se mencionó, para controlar la tendencia beligerante de los hombres y así asegurar la continuidad de la especie. Sin ellos, acabaríamos por extinguirnos. El juez, por tanto, debe poseer, además de calidad moral, madurez intelectual. Sus leyes deben acomodarse a la forma humana, no al revés; esto es, asimilar los caprichos de simples pedestres.

En el antiguo testamento, los patriarcas gobernaron en función de la continuidad de la especie. Su fe erigió una Conciencia Rectora, necesaria en esos tiempos dada la inocencia ontológica del ser.
Aquellos líderes redactaron sus experiencias y las hicieron tan bellas que su discurso se tornó insuperable. Dieron a luz una especie de máquina de control moral sobre el hombre.

Cada uno es hoy responsable de sus actos, cada uno se gobierna, es responsable del balance de su medio ambiente, del progreso no sólo individual, sino también colectivo. Es imprudente y absurdo pensar, creer o transmitir la creencia de que alguien superior a nosotros bajará a nuestro mundo para redimirnos. La edad de la humanidad es lo suficientemente solvente para tomar decisiones racionales, gobernarse positivamente, es decir, procurando alcanzar la llamada, en el Pentateuco, Tierra Prometida. Felicidad.