Thursday, April 27, 2006

Océano causal del amor


Mi Señor, tantas noches te esperé sedienta de tus brazos, tantos albas llegaron, y tú nunca. Hemos andado errantes mucho tiempo, sin rosa ni báculo, sintiéndonos extraños en nuestro propio mundo. Día tras día, el rumor de tu comunidad al despertar, y su silencio al anochecer, acunaron en mi corazón la aflicción de sentirme sola, en el mar de tu ausencia. Tantas noches soñé con abrazarte y decirte tanto, tanto. Quise hacer llevadero este océano, pero las noches fueron siempre de sal y gemidos. Soñé con alcanzar el viento, con respirar tu aliento entre mis sábanas. Te esperé noches enteras con los ojos llenos de arena; pobre alma la mía, con vocación de espera.

Una brisa proveniente de occidente, dulcemente, interpretaba alguna melodía. Moisés permaneció pensativo un momento con la mirada sobre Zípora y luego miró hacia el arcano azul del Cielo con evidente desasosiego. El viento, lentamente, arreció elevando nubes de arena sobre las dunas. Una lágrima contenida le traicionó, dejando entrever su profunda desazón.

…Zípora, corazón, parte esencial de mi ser, es tanto el desconcierto y tan poco el tiempo que nos resta... todo desacierto podría multiplicarse y quedar inútilmente y para siempre impreso en las tábulas de nuestro próximo Amanecer, haciendo imposible el restablecimiento del Orden y sus principios fundamentales.

Zípora tomó con ambas manos el rostro de su esposo, que contemplaba un puñado de arena tomado del suelo y, mirándolo intensamente, se acercó para estrecharlo. En ese momento, los granos de arena se diseminaron en el vacío con la misma velocidad con que se acaba el tiempo para cada hombre.

…Zípora, amor, tengo el mensaje del crepúsculo grabado en mi memoria. Olvidaría todo sólo por dedicar mi tiempo a idolatrarte como es debido. Pero un rumor helado me cala los huesos, una nube de arena sepulta mi destino cada noche. Debo tratar de iluminar este umbral, llenarlo con la sabiduría de los principios y los propósitos de mi Era. Ayer, los sucesos fueron trazados en lápidas de pergamino, y el viento barrió con ellos las calles de la ciudad de mi Dios. Nada vivo quedará sobre la tierra; las olas no encontrarán playa donde morir, y las estrellas se apagarán. Tengo ya ciento veinte años y no se me ha permitido entrar a la tierra de la leche y la miel. ¿Qué puedo sentir, qué puedo pensar? Tengo miedo de la muerte, miedo de lo que no conozco plenamente, de aquello que no veré. Tengo miedo de la gloria, de envanecerme, de creer demasiado en mí; la vanidad, la certidumbre y el poder son mi castigo. Israel no debe confiar más en mí, ya no soy el mismo; soy peligroso para ellos, y ellos para mí. En mis últimos peregrinajes he sentido la soledad, el tenebroso vacío de la nada en mi corazón; tengo miedo de sentirme solo frente a mi ineluctable verdad, la fatalidad. No quiero seguir sintiendo este temor. Zípora, un príncipe me ha buscado para sucederle. Un agujero en mi alma espera ser ocupado por él... e Israel no puede hacer nada… mi tez palidece, mis labios, mis ojos. Mi ser se ha vuelto mortífero. Tengo miedo de matar, Zípora, ayúdame. A mis hijos les brindo la oportunidad de ser inmortales; y por ello, crueles. No sé si los condeno o libero como su más alto juez haciéndoles creer que son elegidos. Mi mente está cansada, cansada de tanto desorden, de tanto caos y dolor. Las noches, oscuras habitaciones de dolor e incertidumbre, guardan el secreto de mi aflicción, el incierto destino de mi pueblo, el orgullo de mi estirpe. Cuando concluya nada quedará de mi cuerpo; hubiera querido marchar a la muerte anulado y ligero... pero a poco regresaré para resolver los errores que sembré...

… Del pecado de matar he nacido yo... ¡Yo, Israel!

Zípora acarició el rostro de Moisés mientras él gesticulaba esquivo, mirando a la izquierda, a la derecha, arriba y abajo, a la izquierda de nuevo, sin poder descansar su mirada en un punto fijo.

No busques la verdad mi Amor, sólo la belleza. Sígueme, tengo preparado para ti un manjar de leche y de miel. Ellos sin duda no entienden tu aflicción. Descansa en mi seno, tu hogar. Nadie logra nunca comprender el desierto, la ausencia de Dios. Pero tú sí, y por ello eres único y maravilloso, mi Bienamado. Confía en mí, en tu Esposa. ¿Crees que ha sido fácil soportar a toda esta, tu gente, acampada siempre a tu lado consultándote inmisericorde de día y de noche para resolver los entuertos más absurdos? Si tan solo Israel fuera agradecido y amoroso como aquel pobre guepardo…

El viento y la arena agitaban sus vestiduras. Solos, en medio del desierto, unidos en un abrazo, comenzaron a reconocerse.

…Demasiados abismos, demasiado silencio para una ciudad que será arrasada apenas despunte el Gran Alba. Amor, hay cerraduras y llaves en el espacio, mucho silencio. ¿Piensas que no lo sé? He seguido tus pasos a través del desierto por años. Encuentro acertijos en el ojo de cada aguja, debajo de las mesas, en el descanso de nuestra casa... la lluvia descenderá hacia el Sol y tu voz se disolverá con ella en el río del tiempo, vacía, ininteligible. Pero una lámpara azul brilla en el Cielo esta noche. Mírala, vamos hacia ella; hay camellos paseándose por praderas oníricas... llévame al monte... el viento hará de la noche una Revelación.

Ella besó con ternura los labios de su esposo. Con los dedos, Moisés limpió las mejillas húmedas y arenosas de su esposa. Ella tocó sus labios y él los de ella. Una escena de belleza crepuscular, como las auroras, hijas del amor entre el día y la noche, que humedecen los trajes de la noche. Hace mucho no practicaban ese lenguaje, tan íntimo, hermoso y gratificante. Habían olvidado cómo amar, cómo trasmitir su luz del uno al otro. Y es que el amor, cuando se da entero, es capaz de transformar el mundo; purifica el corazón, cura las enfermedades y llena nuestro ser de la más grande alegría. Ellos recordaron ese Lenguaje al poco tiempo de haber recobrado la tranquilidad. Y la correspondencia fue perfecta.

Repentinamente, una cierta reminiscencia encendió una luz en los ojos de Moisés…

Zípora, el Shaddai ha preparado algo más para mí, debo ir a Nebo, siento… una fuerte y fascinante manifestación propagarse en el Océano Causal.

La faz de Moisés en ese instante reveló una iridiscencia fosforescente como de cesio radioactivo que le asemejaba a una lucerna. Zípora ya conocía cada fluctuación de ese brillo, como la palma de sus manos y las de él.

Juntos retornaron al campamento, verberantes de luz. Antes de ingresar, Moisés se cubrió la cabeza para no generar temor entre los israelitas. Acarició suavemente y como nunca antes a su esposa. Ella, por su parte, permaneció contemplándolo con devoción, sin decir palabra, entendiendo cada rayo de luz que se filtraba hacia ella como si leyese las órdenes de Dios sobre las Tábulas de piedra.

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